13/11/15

Racionalismo intransigente, ciencia ignorante

El cristiano en situación minoritaria y en contra de la corriente puede prepararse a oír, no una, sino cientos de veces, y presentada con diversas salsas, una afirmación que en Occidente tiene fecha concreta de nacimiento: el siglo XVI. Desde entonces empieza a generalizarse, en los círculos intelectuales, una idea que, reducida a su expresión más simple, puede enunciarse así: "la religión es el resultado de la ignorancia del hombre sobre el mundo y sobre él mismo; el crecimiento de las ciencias naturales y de las ciencias humanas y sociales significará un paralelo desaparecer de la religión, porque el hombre no tendrá ya necesidad de atribuir a Dios los enigmas del Universo; los habrá resuelto". Esta posición está inspirada en el más intransigente de los racionalismos: todo tendría una explicación racional, científica, aunque las ciencias serán más complejas, más interdependientes de lo que se piensa de ordinario. Racionalismo porque se admite que podrá llegar un día en el que el núcleo todavía imprecisado de lo cognoscible será el terreno practicable de lo conocido. Se tardará más o menos; siglos, épocas enteras. Pero podrá llegarse, si no sobreviene antes la catástrofe. En esa afirmación, que es central en el racionalismo, se descubre ya la primera falla. Lo expresaría así: "no existe un racionalismo completo; todo racionalismo, mientras está en el estadio de no conocer aún todo, necesita una "fe". Concretamente la "fe" en que todo es cognoscible y en que se podrá conocer". Este acto de fe referido al futuro no está solo. Antes se da un acto de fe referido al pasado y al presente. Se cree que el progreso y la evolución de las explicaciones científicas han dada cuenta, hasta ahora, de la realidad. Se sabe que todavía falta, pero se afirma que, hasta ahora, todo lo cognoscible ha sido conocido. Esa afirmación no puede presentar su propia prueba. El conocimiento humano no está dotado de una señal luminosa que se encienda, advirtiendo que todo lio cognoscible ha sido conocido. No hay, como en las máquinas de escribir, un sonido de campanilla para señalar que se ha llegado al final. El hecho de que los conocimientos científicos resulten válidos en el ámbito de lo que conozco, no significa que de ese objeto he conocido ya todo. La ciencia avanza no tanto porque conoce nuevos fenómenos, sino principalmente porque vuelve atrás para poder explicar lo que hasta entonces no explicaba. De ahí una pregunta insidiosa: ¿se puede saber todo lo que ha quedado atrás? No ya saberlo en detalle, sino confusamente, calcular más o menos las proporciones de ese todo. Nadie ha respondido de modo satisfactorio a esa pregunta. La ciencia necesita un acto de fe a parte ante y otro a parte post: avanza entre dos incertidumbres y dos inseguridades Si a esto se añade la irreductible "irracionalidad" de numerosos comportamientos humanos —pasados, presentes y, no se sabe por qué no, también futuros—, la valencia multiforme de la libertad, la precariedad del tiempo que pasa —hay un tiempo limite para poder entender los fenómenos históricos porque, una vez pasados, sólo caben aproximaciones a posteriori—, se puede vislumbrar que la Ciencia, antes de querer desbancar a la religión, deba ajustar sus propias cuentas, que son todo, menos claras y rectilíneas. El ansia o la pasión de algunos científicos por desbancar a la religión del universo humano dista mucho de ser una actitud científica: es una pasión precipitada, no fundada, "irracional", porque carece de las bases totales y seguras que permitirían el destronamiento. Confinar la religión al terreno de la ignorancia es una actividad presuntuosa, que no se da cuenta de cuánta ignorancia asume como ciencia. Newton dijo en una ocasión: "Me parece que yo he sido como un niño a la orilla del mar, divirtiéndome al encontrar de vez en cuando una piedrecita más lisa o una concha más hermosa que las habituales, mientras que el gran océano de la verdad estaba delante de mi, inexplorado". El tema es ése: que ni siquiera se sabe dónde termina el gran océano de la verdad. Las fuentes del Nilo, después de muchos intentos, fueron finalmente descubiertas. Las fuentes reales, unívocas de la explicación científica del Universo, son inaccesibles en su totalidad, porque pasan por el hombre, microcosmos más inexplorado e inexplorable que el macrocosmos. "La ciencia —escribió Victor Hugo en su obra teatral W. Shakespeare— es ignorante y no tiene derecho a reírse: debe siempre esperar lo inesperado".

11/11/15

La ciencia en favor de la clase de religión

La ciencia en favor de la clase de religión La asociación Universitas para la investigación y docencia rechaza, mediante un comunicado, que los conocimientos que se imparten en la asignatura de religión contradigan a los de otras materias como biología, historia o física. Responde así a un manifiesto firmado por la asociación española de Ecología Terrestre que aseguraba que en la clase de religión «se le pide al alumno que reconozca con asombro y se esfuerce por comprender el origen divino del cosmos y que no se proviene del caos o del azar» Manifiesto de la asociación Universitas: Ciencia y razón en el dinamismo del conocimiento: En los últimos meses se ha vuelto a plantear el debate respecto a la compatibilidad entre los contenidos de la asignatura de religión católica y los de las disciplinas científicas, y a si la primera debería eliminarse del currículo educativo. La discusión se ha reavivado a raíz de la publicación del temario de la asignatura de religión católica en el BOE del 24 de febrero de 2015. Algunas voces han argumentado que estos contenidos contradicen los de otras materias como la biología, la historia o la física, y que es muy probable que estas contradicciones influyan negativamente en la formación de los estudiantes. Sin ignorar la relevancia de otros aspectos del debate, queremos aportar una reflexión sobre la naturaleza de la ciencia y de la razón humana en su dinamismo de conocimiento de la realidad. El motor de la ciencia es el deseo de conocer todo lo que existe, sin límites prefijados, hasta donde el método científico permita llegar. A medida que la ciencia avanza y va resolviendo cuestiones abiertas, esos mismos avances abren la puerta a nuevas preguntas. El gran matemático Francesco Severi, amigo de Albert Einstein, comentaba a este respecto que cuanto más se adentraba en la investigación científica, más evidente le resultaba que todo lo que descubría, a medida que avanzaba, estaba «en función de un absoluto que se opone como una barrera elástica (…) a dejarse alcanzar por los medios del conocimiento que tenemos». La razón, que es imparable en su exigencia de conocimiento y en su apertura a la totalidad de lo real, busca incansablemente responder a esos nuevos retos. Este dinamismo cognoscitivo está en el origen no sólo de la ciencia, sino también de otros ámbitos de la experiencia humana en su relación con la realidad, como son la indagación filosófica o la pregunta religiosa. Hay interrogantes que nacen de la experiencia del quehacer científico y que sobrepasan su ámbito metodológico: ¿por qué existe algo, en vez de nada? ¿Cómo es que el hombre, siendo finito y limitado, se pregunta por el infinito y trabaja con él en la matemática? ¿Por qué la realidad es inteligible? Negar estas preguntas sería un acto de censura inaceptable en una sociedad libre, como han advertido grandes hombres de ciencia y de cultura. La ciencia actual ya no tiene la pretensión de autofundación absoluta que la ideología del «cientifismo» le había atribuido en tiempos pasados. En primer lugar, hay presupuestos metacientíficos implícitos en el conocimiento científico, sin los que éste no sería posible: en palabras de Paul Davies, «nuestras explicaciones científicas (…) incorporan siempre ciertos supuestos previos. Por ejemplo, la explicación de un fenómeno en términos físicos presupone la validez de las leyes de la física, que son consideradas como dadas. Pero se nos podría preguntar de dónde nacen dichas leyes». En segundo lugar, los límites que la ciencia advierte desde dentro de su método (por ejemplo, los teoremas de incompletitud de Gödel, o la impredecibilidad consustancial a la descripción cuántica de la materia) pueden convertirse más bien en aperturas y, por tanto, en puntos de transición hacia otros niveles más altos de comprensión, o hacia objetos formales más amplios. Entre las presuntas contradicciones denunciadas en el debate, se señalan en particular dos: «que [el alumno] reconozca con asombro el origen divino del cosmos» y que sea capaz de «establecer diferencias entre el ser humano creado a imagen de Dios y los animales», algo que sería imposible de compaginar con el hecho biológico probado de que el hombre es fruto de la evolución y por tanto, según los planteamientos cientifistas, sólo un animal más. En primer lugar, el hecho de que el universo tenga su origen en una razón creadora no es en absoluto contrario a la razón científica; del mismo modo que atribuir el origen del universo simplemente al azar no resulta, en sentido estricto, científicamente riguroso. Que todo lo que la ciencia nos muestra sea fruto de una razón creadora, o del azar, o permanezca como misterio, es algo sobre lo que cada hombre debe preguntarse, haciendo uso de su razón y de su libertad, para así intentar hallar la explicación más razonable, más acorde con los indicios disponibles. En 2012, Anton Zellinger, director del Instituto de Información Cuántica de la Universidad de Viena, respondía en una entrevista: «¿Un científico con fe? Algunas de las cosas que descubrimos en la ciencia son tan impresionantes que he decidido creer». El orden del universo, las simetrías, o la correspondencia entre las teorías matemáticas y la realidad física, han llevado a científicos de todos los tiempos a maravillarse ante el cosmos. ¿Es más razonable pensar que estas propiedades de lo real provengan del azar que de una razón creadora? ¿Debemos excluir del currículo escolar la hipótesis de la creación por acientífica, pero no, en cambio, la del azar? No vemos contradicción alguna en que en la escuela pueda abordarse el origen del cosmos también desde esa hipótesis. En segundo lugar, la capacidad de tomar conciencia de la realidad en cuanto tal, no como mero estímulo, distingue al hombre de los animales, por mucho que, biológicamente hablando, el hombre sea también fruto de la evolución. Resulta llamativo que para apoyar la idea de que el ser humano es sólo un animal entre otros se argumente que nos entrecruzamos durante cientos de miles de años con el llamado hombre de Neandertal, una especie ya extinguida muy próxima a la nuestra. Desde el punto de vista biológico no sólo somos muy similares al hombre de Neandertal, sino que compartimos el código genético y la maquinaria celular básica ¡con todas las formas vivas conocidas (bacterias, plantas, insectos o mamíferos….)! Sin embargo, el hombre de Neandertal, entre otras cosas, enterraba a sus muertos, fabricaba ornamentos y es sumamente plausible que utilizara el lenguaje articulado. El hombre, además de ser fruto de la evolución, es también el nivel de la naturaleza en el que ésta toma conciencia de sí misma. Somos a la vez «polvo de estrellas» (pues los átomos que componen nuestros cuerpos se formaron en el corazón de estrellas moribundas hace miles de millones de años) y autoconciencia del cosmos. De nuevo, ¿cómo interpretar esta fascinante evidencia? Y en este sentido, ¿qué contradicción existe con la afirmación de que el ser humano, autoconsciente y libre, haya sido creado a imagen de Dios? No faltan pensadores agnósticos que valoran la riqueza de esta contribución antropológica judeocristiana para afrontar las delicadas cuestiones éticas que la sociedad plural debe afrontar al inicio del siglo XXI. Pretender excluir del currículo educativo, mediante argumentos metodológicamente errados, estas cuestiones fundamentales, que han interrogado a los hombres y mujeres a lo largo de la historia – lejana y reciente–, solo puede producir un grave empobrecimiento de la experiencia educativa que proponemos a nuestros jóvenes. Universitas Asociación para la investigación y la docencia Publicado por Luis Martin